Ni los festivales de verano, ni los macro conciertos, ni los debuts en pequeñas salas. Ni los músicos emergentes, ni los músicos consolidados, ni las bandas nacionales, ni las internacionales. Tampoco los porros, ni la coca, ni el speed. Ni siquiera el alcohol, ni el sexo de usar y tirar, ni el abuso. Ninguno de estos secundarios de oro son los protagonistas de 'La Entusiasta', sino la pérdida. El hueco vacío del duelo y el lleno por la culpa. La forma de reflejar el luto desde una visión de descontrol, como lo hacía Carmen Martín Gaite en 'Lo raro es vivir', refleja que clase de persona es quien lo cuenta. Otra chica desquiciada para el club.
La protagonista de "La Entusiasta", a la que nunca ponemos nombre, acaba de perder a su hermano en un accidente de circulación. Apenas unos días después, parte hacia Madrid en un autobús nocturno con una maleta, un Cola-Cao y un Lexatin. Y un dolor de cuerpo de los que no se quitan con ibuprofeno. A partir de su llegada al piso compartido con su prima en La Latina, con 18 años, parecerá que las posibilidades de la capital son inmensas. Toca decidir quién eres, en qué crees y en quién crees. La autocompasión, la anestesia del alcohol y las drogas y la aprobación ajena será lo que la destroce y la mantenga viva.
Ni siquiera el alcohol, ni el sexo de usar y tirar, ni el abuso. Ninguno de estos secundarios de oro son los protagonistas de 'La Entusiasta', sino la pérdida.
Los duelos son infinitos y sus naturalezas enésimas, pero la calma solo es una y muchas de nosotras acabamos rechazándola. La prima donna habla de su propio sufrimiento de forma egocéntrica, sin por ellos obviar el dolor de quien la rodea. De hecho, hay algo en ella que le hace sentir su pena la dignifica. «La nada llegaría, pero todavía no, la tristeza aún era un puente, un hilo que me conectaba con todas las cosas hermosas de este mundo, los románticos, los cantautores, Haitz. La pena era nuestro secreto compartido, sentirnos así era una suerte de bendición, los alegres y superficiales, gente menor. Mi arrogancia hacia de lo más profundo de mi tristeza y me hacía mejor que todos.»
La adicción a la tristeza era tan fuerte como la de las drogas o el alcohol. Cualquiera puede salir de fiesta, tomarse un gin-tonic y volver a las cinco de la mañana a una casa estable con la conciencia tranquila. Para ella, las canciones no hablan de esa gente, hablan de quienes sienten todo y nunca se encuentran. Esas vidas tranquilas son cómodas, pero también banales. Nadie quiere ser banal, por alto que sea el precio.
Las adicciones de la protagonista van más allá de cualquier sustancia. Su obsesión por la música está fuera de su propio entendimiento. Y este mono no se pasa con un concierto ni una canción, es la necesidad de pertenencia. El 'panorama musical' es su mundo en la época en la que está construyendo su propia personalidad. Este mundo está decorado con la sensación de felicidad y la motivación ansiosa de la cocaína. Cualquier artista es un genio, el blanco de admiración. El breve deseo sexual de quien ella considera genio es la motivación de su yo autómata, que toma el control cuando todo es demasiado para una chica que no ha llegado a la veintena. «Mientras tuviese algún disco publicado iba a empezar a darme igual al lado de quién me levantase» resume.
Las páginas son el retrato de noches de excesos, donde la línea entre el goce y no sufrir es tan fina que al día siguiente no recuerdas si disfrutaste el momento que cuentas anecdóticamente como si no hubieras pasado seis horas al borde del abismo. Noches de dejarse llevar, por uno mismo y por los demás -siempre vistos como superiores-.
Esta novela saca a la palestra un tema que va y viene en el mundo de la cultura desde hace años: el abuso.
Esta novela saca a la palestra un tema que va y viene en el mundo de la cultura desde hace años: el abuso. El sexo está muy presente a lo largo de esta historia, siendo abusivo y patriarcal en la mayoría de las ocasiones: «Esto pasaba así. Unos dirían que como ella era una groupie lo iba buscando. Cada cual que saque sus conclusiones, pero esto sucedía.», afirma la autora. Los grupos Solaris o La Troya son personajes en sí a lo largo de la trama, con nombre ficticio e historia auténtica, y muchos serán los que logren identificarlos con los reales.
Los personajes vienen y van, siempre diferenciados entre ellos, los artistas, y ellas, cuyo papel era admirar. ¿Los amigos de ellos? Admirables por el hecho de ser amigo y estar ahí. ¿Las amigas? Más admiradoras. Es que siempre fue así. Y sigue siendo así. Al final la aprobación -propia y ajena, ajena para alcanzar la propia- es una droga como cualquier otra. Y también lo es la esperanza.
Rezaban Los Planetas en una época próxima a la historia de la novela que «Yo no tengo la culpa de que te duela el alma / No tengo culpa ninguna de que te fumes plata» podrían haberlo cantado cualquiera de los personajes. Podrían haber expresado el daño que les estaban haciendo los demás y el que se estaban haciendo a sí mismos, pero era un hábitat demasiado superficial e idealizado para criticarlo. Era fácil cantarlo, difícil aplicarse el cuento.
La novela no es perfecta: a veces es pretenciosa, soberbia y narcisista... pero es que así es la protagonista que habla en primera persona: pretenciosa, soberbia y narcisista. Se odia y se ama, se odia desde la arrogancia de pensar que quien no se odia es por simplismo. Odiar que ser distinta la haga sufrir, pero no soportaría no serlo. No es la novela de una generación, es la novela de las personas tan entusiastas como perdidas. Hoy y hace quince años.