Una tendencia que, sobre todo, aniquila a la población más joven. Revertir esta curva no solo requiere de la más que necesaria atención psicológica plena, y con ello de una inversión pública sin precedentes en el sistema nacional de salud en relación a la salud mental, sino también de la garantía en la plena satisfacción de las condiciones de existencia de las personas. Sin embargo, la cuestión sobre el suicidio sigue siendo tabú. Manteniéndose en una doctrina ortodoxa donde el suicidio simplemente se sanciona sin entender que el porqué es la base.
El mundo no está preparado para escuchar que el suicidio es un acto legítimo. La elección de cómo y cuándo morir es tan legítima como la elección de cómo vivir. Y esto es compatible con abrir esperanzas y alternativas a este drama. Pero ello no será posible con el tabú y la estigma. Nadie quiere abrir este debate porque es un melón incómodo. Luchar contra la principal muerte no natural de España pasa por asumir el hecho de que el suicidio es una acción legítima. Abrirse a reconocer el derecho de autodeterminación física o existencial de las personas. Saber distinguir entre los deseos y los hechos. El suicidio no es un acto patológico, puede serlo, en algunos casos, aquella dolencia que empuja al suicidio, pero no el acto en sí. ¿Cómo vamos a luchar contra el suicidio si nos dedicamos exclusivamente a esconderlo, estigmatizarlo y combatirlo con palabras bonitas?
Luchar contra el suicidio debe ser compatible con reconocer el derecho de autodeterminación existencial.
Uno de los mayores enemigos de la salud mental es la sociedad del Mr. Wonderful. Del positivismo irracional y el optimismo desbocado. Del individualismo y la autorresponsabilidad solitaria y homicida. Para construirse una salud mental sana es imprescindible la gente de alrededor. Es absolutamente imposible hacerlo solo. Creer que es una cuestión de actitud o de desearlo fuerte conduce al bucle del terror, a la carrera infinita y agotadora en la que nunca se alcanza la meta. Y aquellas personas que se dedican a circunscribir la salud mental a la actitud de la persona son, en el mejor de los casos, incompetentes. En el peor, criminales.
La salud mental de las personas ha quedado abandonada en la oscuridad. Arrasada por un deterioro progresivo. Parasitada. Devorada, como si de un virus se tratara. En una necrosis social contagiosa. La sociedad ha pisoteado las solitarias mentes de sus individuos, su propia mente. Llegando a unos niveles de degradación total. Tal es la destrucción, que se ha acabado normalizando la barbarie mental. Ya no hay patología, ya es modo de vida.
Pese a la creencia popular, no toda acción suicida se circunscribe a un cuadro depresivo. Hay gente sana mentalmente que se suicida. Reducirlo a la salud mental es aplicar una visión corta de miras. Aunque eso no niegue que la mayor parte de dichos actos se cometan bajo la perturbación de una patológica salud mental. Corremos el peligro de corregir el problema de la salud mental en la sociedad y acabar preguntándonos por qué seguimos viendo altas cifras de suicidio. La gente no solo necesita terapia, ir al psicólogo no le servirá absolutamente de nada a una persona cuyo problema es mantener una familia o construirla estando en paro con nulas proyecciones de futuro.
Hay un deterioro progresivo de la salud mental de la sociedad cuyas consecuencias ya no son posibles de mitigar.
Existen alternativas a quitarse la vida, pero eso no niega el hecho de que es legítimo llevarlo a cabo. Suicidarse es un acto legítimo y respetable. Pero la sociedad no está preparada para escucharlo. Es compatible alarmarse y establecer medidas por un drama que recorre la sociedad, sobre todo entre los más jóvenes, y asumir la realidad del derecho de autodeterminación existencial. Atajar este problema no pasará por estigmatizarlo y combatirlo con el optimismo irracional, sino estableciendo medidas públicas y reconociendo que, pese a su legitimidad, existen alternativas.